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Relato

Te odio

por Ángeles Navarro Moya

Son las seis de la mañana. Me despierto. Mi primera realidad corpórea es el olor a moho que impregna el cuarto. Abro los ojos. Mi marido, a mi izquierda, mira su celular. Asomo la cabeza por la ventana. Quiero desprenderme del olor a cerrado que se ha pegado a mis fosas nasales durante las horas de sueño. El bullicio de motos y carros atacando la calle empedrada invade, desbordándose, mis tímpanos. Aquí nada es lo mismo a como era antes, en mi infancia, antes de que llegaran ellos. ​

Antes las calles eran otras calles.

Jugábamos a la rayuela con los patojos de la cuadra. Al pilla pilla. A la gallinita turulata.

Después, declararon a la ciudad Patrimonio Cultural de la Humanidad y la ciudad dejó de ser nuestra. Patrimonio Cultural de la Humanidad. Humanidad, ¿qué putas humanidad? Llegaron ellos a comprarnos todo lo que quisimos vender con sus dólares saliéndoles por los bolsillos. Ellos nos hicieron creer que eran muchos dólares. Nosotros pensamos que por fin dejaríamos de ser pobres. Qué chintos fuimos.

El perro aúlla con pereza en el pequeño patio. Me lo compré para llamar la atención. Para ganar algún cliente. Me lo llevaba a la oficina y a ellos les parecía un cachorrito lindo. Arrugaban su cara y emitían un qué tierno alargando la o al final. Una o como un cilindro de concreto que no tiene fin. Duró solo unas pocas semanas. Hasta que el jodido cachorrito creció y se me hizo imposible mantenerlo tranquilo. No soy una buena ama. Ni siquiera me gustan los perros. Dejé de llevarlo y ahora, vive en el patio. Un perro. Gordo, feo, acabado.

Preparo café. Recaliento frijoles. Tuesto pan francés. Revuelvo unos huevitos en la sartén.

Hay que acabar con las fuerzas del mal.

Dice mi marido.

¿Quiénes son las fuerzas del mal?

Digo.

Recuerdo que ella fue una de las que preguntó por el perrito. Tan tiernoooooooooo. Lástima que ya no lo puedas traer a la oficina, me dijo. Yo encogí los hombros. Ella alabó mi ropa y me preguntó dónde la compraba.

En Zara, le dije yo.

Ah, respondió ella.

Hoy tengo cita con ella, la muy tonta. Hace unas semanas entró a mi oficina para contarme que sus vecinos estaban construyendo una casa que le taparía las vistas al volcán. ¡Sin licencia! Que dio aviso al ayuntamiento y que les han parado la obra. Sus vecinos también son ellos. Un conflicto que a mí no me importa en absoluto. Ella quería saber qué podía hacer. Y yo pensé «a ver qué puedo sacar». Le dije que conocía a la jefa del departamento de urbanismo. Ella no dijo nada. Voy a ver qué averiguo, le dije yo.

Al día siguiente, volvimos a hablar. Le pregunté que qué quería que pasara con la obra. Se me quedó mirando sin entender. Yo ya le había dicho que conocía a la jefa del departamento de urbanismo. Solo hay que sumar uno más uno. Es fácil de entender. Pero ella no entendió. O se quiso hacer la buena, la mosquita muerta. La muy tonta. 

Sus vecinos sí son pilas. Ellos sí saben cómo funcionan las cosas acá. Pagaron, y en unos días mi amiga les firmo el acta favorable del proyecto de construcción. A ella le dije que no podíamos hacer nada, que todo dependía del ayuntamiento. Pero ella siguió llegando a mi oficina para quejarse, incrédula de que no hubiera nada que se pudiera hacer. 

Ay, y yo, en un descuido, le dije que se podía redactar un memorial relatando la situación con fotos del avance de la obra. Formaría parte del expediente, concluí. Eso último la animó y lo hicimos. La muy tonta. Lo ingresé después de que se notificara el dictamen favorable del proyecto y mi amiga, la jefa del departamento del departamento de urbanismo se encargó de hacerlo desaparecer. 

Regreso a mi casa oscura y fría, herencia de mi papá que la heredó de mi abuelo, hijo de un mestizo y una india. Quisimos construir un segundo nivel y abrir una ventana grande a la calle, pero el Consejo de Protección de la Ciudad Colonial, no nos lo permitió. Mi amiga solo puede meter mano en las obras fuera del Perímetro de Protección Especial. 

Y acá estamos, doscientos años después de la independencia que nos liberó de los colonizadores, o eso al menos nos hicieron creer, protegiendo el legado de la Colonia. 

Para la Posteridad. 

La Ciudad debe mantenerse intacta, tal cual la construyeron los conquistadores. Y acá seguimos, aliados de los invasores. 

Los edificios donde nos esclavizaron y asesinaron, manchados de nuestra sangre, no se pueden tocar. Las casas, tampoco. El empedrado de las calles se sigue construyendo como hace quinientos años.

Para los Turistas. 

Es como un trauma del que nos impiden sanar. Una herida que debemos mantener intacta. Con gusanos de podredumbre que no paran de reproducirse. La podredumbre, podredumbre que nos rodea. 

Al final, es como si siguiéramos colonizados.

Para la Historia. 

Nos prohíben construir un futuro. Un futuro con ventanas más grandes, con balcones, con viviendas de dos niveles y calles donde poder pasear en bicicleta.

La casa de ella está fuera del área de Protección Especial de la Ciudad Colonial. Lloriquea por su patrimonio devaluado a causa de la obra de los vecinos. «Si hubieras pagado», pienso. Asiento con los brazos cruzados. No digo nada. Siento arcadas. Ella sigue su lloriqueo. «Te odio, te odio, te odio», pienso en silencio. Parece que me escucha. Se levanta, y saliendo de mi oficina, emite sus últimas palabras: 

Bueno, tal vez, no es para tanto.

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