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Relato

Olor propio

por Ángeles Navarro Moya

"Relato escrito en el año 2018 como parte del trabajo final del Diplomado Cuerpos, Erotismos y Sexualidades impartido por el Centro de Sanación Q'anil."

Allá estaba, a unos pocos pasos de mí, sujetando unos papelitos absorbentes con una mano y la muestra del perfume de moda en la otra, decidido a deslizarlo suavemente por mis muñecas y cuello. Me miraba, -me había escogido como su siguiente presa-, y el cruce era inevitable: señora, ¿desea probar el nuevo perfume de “oler o morir”?

 

Mi perfume personal; el perfume que me define como mujer; con el que se identifica mi personalidad. Hace tiempo y tras desoír las recomendaciones sobre esos perfumes que huelen tan bien y que me iban a encantar, decidí dejar que mi cuerpo produjera mi perfume, mi olor propio, el perfume que mejor me define: mis feromonas transpirando por mi cuerpo, sustancias orgánicas en forma líquida que caen por mis axilas o se acumulan en los pliegues de mi cuerpo. Mi cuerpo, mi marca personal “oler es vida”. 

 

Y en eso iba pensando cuando llegué a su altura, y antes de que me ungiera con el papelito rebosante del perfume, que no era el mío propio, levanté mi brazo y acercando mi nariz a mi escápula derecha inhalé con intensidad sonora y, con gesto de deleite, le solté con voz placentera y complaciente, como si nada: “no necesito perfume, gracias, ya lo llevo incorporado”. Él se echó para atrás y soltó un “¡pero señora”! casi imperceptible. ¡Qué reacción! Cómo si le hubiese mostrado una axila apestosa. O una con una melena abundante y políticamente incorrecta. No pudo ser el olor ni el aspecto de mi axila, que hace tiempo decidí depilar definitivamente mediante láser, a pesar de las críticas de algún amigo feminista, que, con sus comentarios, me hacía sentir que, al elegir depilarme, elegía la opresión del patriarcado. Me sentía dividida y contrariada a causa de estas críticas, ¡incluso me justificaba ante él argumentando que para mí la depilación de esa área del cuerpo era una cuestión de higiene! Me preguntaba ¿dejaré de ser feminista si me depilo los sobacos? ¿De qué lado estoy? Hasta que un día comprendí que sólo hay un lado, el lado de mi cuerpo y lo que yo, y sólo yo, decido hacer con él. Porque el feminismo critica las normas sociales, no las acciones personales.

 

Hubiese preferido otra reacción por su parte, algo así como una mirada de complicidad que yo le hubiese devuelto encantada. Tal vez se sintió amenazado por el gesto, por la provocación inesperada que le provocó malestar y desasosiego. 

 

En fin, así fue, y por algo sería, como imaginé el cruce entre mi querido chico de los perfumes, que se quedó atrás y que nunca llegó a ofrecerme el papelito perfumado pues simplemente lo esquivé, pasando a varios metros de él camino al área de ropa de señora.

 

Ya en el departamento de ropa de mujer, me propuse a mí misma que si a la salida, él seguía en la puerta ofreciendo probar los fenólicos artificiales, levantaría el brazo para reivindicar el olor propio y natural de mi cuerpo: me partía de la risa sólo de pensarlo ante las diversas miradas de las otras mujeres que revolvían y escogían ropa para después tallársela.

O no sé, tal vez me acobardaría. Durante una época mi madre me definió como una mujer transgresora y provocadora. Y años después, cuando dejó de hacerlo, lo consideré como una gran derrota de mi lucha contra el mundo, como si al final hubiesen logrado domesticarme. Claro, que es más fácil provocar a una madre en tu casa que a un desconocido en un centro comercial. Recuerdo una vez que estábamos comiendo las dos solas y le pregunté, sin preámbulos ni introducciones: ¿cómo se hace una felación, mamá? Después de un silencio sepulcral en el que sólo se escuchaba su respiración agitada y apretando los labios, me contestó seria y seca, que no tenía ni idea, pues jamás en su vida había hecho tal cosa. Y mi sensación de victoria de risueña provocadora se transformó en una sensación amarga: o simplemente me estaba tomando el pelo o su vida sexual había sido, hasta ese momento, muy pobre.

 

Años más tarde, y algunos después de su divorcio, cuando yo ya era una mujer con dos hijos y pareja estable y, a sus ojos, había logrado finalmente convertirme en “alguien en la vida” y, el peligro de convertirme en un alma perdida sin rumbo, ni raíces y lo peor, sin futuro, se había disipado, me confesó que hacía poco un amante le había chupado el chocho por primera vez en su vida y, además, con exquisita sabiduría. Esta confesión de mi madre me regresó la sensación amarga, esta vez mezclada de una extraña esperanza. 

 

Pero ¿qué esperaba realmente al hacer aquella pregunta a mi madre? Creo que lo mismo que busco con el chico de los perfumes: un momento de conexión, una pequeña complicidad compartida con otro ser humano al salirnos, al menos durante unos minutos, de la caja. 

 

Cargada de ropa y perchas entré en el probador. Por la hora que era, había poca gente, así que la mayoría de las puertas de los probadores estaban abiertas, y los probadores vacíos. ¡Hacía mucho tiempo que no me encontraba con unos probadores con puertas en lugar de cortinas! La intimidad de estos probadores me excitaba mientras me inducía pensamientos sexuales.

 

Me probé la primera blusa y no me gustó. Ir de compras no era una de mis acciones favoritas. Me resultaba demasiado frustrante probarme un montón de prendas para no encontrar ninguna con la que me sintiera a gusto. El estilo, el estampado, el corte: casi siempre faltaba algo que impedía que la sintiera parte de mí y otras veces me sentía disfrazada de la maniquí del escaparate. Me quité la blusa. No quiero hacer esto, quiero hacer otra cosa. Inhalé profundamente y exhalé emitiendo un sonido gutural y ahí me llegó la primera ola de placer atravesando mi ombligo. La ola quería hacerse grande y yo debía decidir si la dejaba crecer o no. Si exploraba sus posibilidades inmensas de darme placer o la dejaba pasar sin más.

 

No pensé nada. Entremetí los dedos de mi mano entre el sostén y empecé a acariciar la piel suave de mi pecho. Sentada en el piso, abrí mis piernas y empecé a mover la pelvis rozando la zona genital con la pata del banquito del probador. La ola empezaba a subir. Mi cabeza se inclinó hacia atrás, mi boca se abrió y mi lengua comenzó a saborear mis labios. Empecé a susurrar para mis adentros, ¡qué rico, me gusta, me gusta, dame más, cuerpo, manos, labios! Todos los poros de la piel de mi cuerpo se erizaron, desde la nuca hasta la planta de los pies, al tacto frío de la punta de mis dedos deslizándose con suavidad. Mi pecho se expandía y por mi boca abierta entraba un halo de luz, de amor, y de alegría incontenidas. Sentía el frío refrescante de la humedad de mi lengua al entrar en contacto con el aire seco que la rodeaba como un evento extraordinario. En un instante dejé de estar ahí para estar en todo al mismo tiempo. La ola se me vino encima y poco a poco, la realidad se fue volviendo palpable de nuevo. Poco a poco una respiración pausada y sabia me trasladó a un espacio de paz y calma. Sonreí para mi misma y sonreí a la vida. Me vestí, me solté el pelo con un movimiento de liberación, y salí del área de probadores. No vi a nadie. No pensé en nada.

 

Con paso ligero, desenfadado y moviendo mis caderas con la alegría del placer recién experimentado, me dirigí a la puerta de salida del centro comercial. Quería reírme a carcajadas de todo, de lo absurdo y maravilloso de la vida. Al pasar al lado del chico de los perfumes, pensé que sería una pena ocultar mi olor propio recién destilado, dejándome probar aquel otro perfume. Pero sentía el deseo de experimentar la alegría de conectar con una mirada o gesto de otro ser humano, en aquel preciso instante. Al acercarme al él vi como otra mujer acababa de agarrar uno de los papelitos impregnados en perfume. Le dirigí una sonrisa y cogí otro y las dos inhalamos al mismo tiempo los gases etéreos que emitían. Reímos y caminamos juntas hasta la salida. Le dije que yo no era mucho de perfumes, que en realidad me daban ganas de estornudar, y en otras ocasiones hasta me causaban mareos. Hipersensibilidad química, me dijo. A mí me incomoda más lo que representan, se puede ver en cómo los publicitan, los carteles publicitarios son terriblemente sexistas, continuó. Y me pregunto sobre la necesidad real de estos productos y el daño que hacemos al planeta al producirlos. Si, suspiré. Nos quedamos un rato mirándonos. Al cabo de unos segundos, con una sensación confusa le di un abrazo suave, le dije que me alegraba haberme cruzado con ella y nos despedimos. Seguí caminando hasta la salida, todo a mi alrededor parecía extraño, ajeno, hasta las personas que miraban escaparates y engullían comida en los restaurantes. Me metí en mi coche y la ola esta vez más suave regresó atravesando todo mi cuerpo. ¡Qué rica sensación! Durante unos segundos no hice otra cosa que sentirla. Arranqué el motor y sonriendo, me dirigí a casa.

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