Relato
La vida y el tiempo
por Ángeles Navarro Moya
(Bajando Río Dulce hacia Livingston en velero)
Los árboles de troncos larguísimos y desnudos como guardianes de la jungla y al mismo tiempo antenas siderales, se mantenían erguidos flotando sobre la montaña. Había muy pocos, rodeados tan solo de aire, y a sus pies, una alfombra verde y tupida cubría el suelo rocoso. En lo alto de las colinas serpenteantes se divisaban a lo lejos filas de árboles que llegados a un punto de su camino se confundían con la multitud vegetal formando una todo indivisible. Una masa compacta. El verdor era constante a lo largo del cañón y después, hasta Río Dulce en ambas orillas. Un verdor cambiante que ondulaba de un verde oscuro a otro brillante y resplandeciente y de repente sobresalían tonalidades ocres, mostaza, como la paleta de un pintor, matices tan sutiles que mis pupilas eran incapaces de captar.
Cuando llegamos al hotel, una serie de cabañas abandonadas a medio terminar perturbaron, ensombreciéndola, mi primera impresión sobre el lugar. Estaban justo al otro lado del criquet y más que provocar en mí una sensación de abandono me transmitían un mensaje desalentador que se escapaba por sus ventanas sin ventanas y sus puertas sin puertas. Era como una amenaza sobre mi propia vida que todavía a mis cuarenta y cinco años me quedaba por construir. La naturaleza que las circundaba poco a poco las iba tapando con su verdor y los techos y paredes estaban ya recubiertos de hongos.
Yo me preguntaba si no era eso lo que me faltaba a mí misma: dejarme cubrir y envolver por el verdor que se alarga en finas ramas enredadas por mi cuerpo mientras crecen multitud de hojas y flores que se me meten por la boca y rozan mi vulva con delicadeza. Y yo, dejándome llevar, sintiéndolo todo, alzada por ellas.