Relato
En la panadería con Martín
por Ángeles Navarro Moya
Al entrar a la panadería con Martín lo vimos. Estaba parado frente a la caja esperando que le entregaran su pedido con su mascarilla puesta, inmóvil y lánguido: parecía no esperar nada más de la vida que quedarse ahí mirando cómo le preparaban la cuenta. Nosotros mantuvimos la distancia social del metro y medio con nuestras mascarillas puestas. Ahora sé que los cuerpos se comunican sin que seamos conscientes. Después de aquella tarde descubrí que estamos conectados por algún tipo de energía que lo envuelve todo. ¿No les ha pasado que de repente se han acordado de una persona justo cuando esa persona estaba sintiendo una fuerte emoción? ¿Y qué me dicen de los sueños eróticos que te despiertan en mitad de la noche y que no sabes muy bien cómo diablos se han colado ahí? No sé cómo nombrarlo. Pero hay algo... algo misterioso. Y aquella tarde en la panaderí, a mi cuerpo y otro cuerpo se comunicaron sin que yo me diera cuenta.
Después de unos segundos mirando la estantería del pan empecé a caminar en dirección hacia donde él estaba. Pasé a su lado, miré de reojo su espalda y llegué al área de congelados. Ni siquiera sé para qué. No agarré nada y al cabo de unos segundos estaba bajando las dos gradas que separan ambas áreas de la tienda con la intención de pegarme a Martín. Me coloqué destrás de su espalda y sentí un calor que me atrajo a su cuerpo. Mis tetas enclaustradas en el sostén rozaron su piel. Sentía que mi pecho se quería expandír con toda su voluptuosidad y me apreté un poco más cerca de su cuerpo que me pareció receptivo.
Acaricié su brazo suave, sin vello. Me pareció que Martín se ponía algo tieso e inmovil, y me sorprendió, pero solo un poco. Entonces se me ocurrió preguntarle al oido con voz suave qué delicia dulce quería llevar hoy a casa. Desde que empezó todo esto y para compensar las carencias a las que esta situación nos había lanzado, cada tarde suspirábamos mientras saboreábamos los más deliciosos bocados de chocolate con fruta tropical que los pasteleros más amorosos de esta parte del mundo elaboraban. Al acercar mi boca a su oido fue que me dí cuenta: ¡esa oreja peluda no era la de Martín! Di un salto hacia atrás, llevando mi mano a mi boca que ya estaba tapada con la mascarilla y emitiendo un sonido agudo de sorpresa. En una milésima de segundo la vergüenza invadió mi cuerpo entero, mientras saltaba los dos pasos que me alejaban de Martín en uno solo buscando una especie de redención. Él ni se inmutó. Le dije a Martín toda acalorada y susurrando: “¡pensé que eras tu y le acaricié el brazo!”. Me miró extrañado: “Yo pensé que se conocían”. Ahi fue cuando tuve la certeza que habían sido ellos, los cuerpos, que lograron mostrar una naturalidad tal en el brevísimo contacto, que a Martín le pareció que nos conocíamos de toda la vida. Bueno, igual exagero, yo tengo la excusa que pensé – o no, ya no sé- que era Martín. Le pedí disculpas a él por usurpar su espacio privado. “Fue un malentendido, un error”, le dije. Él ya de salida me miró y me dijo ¡en francés!: “Non, non, non, madame. La vie est plus compliquée qu'il n'y paraît. Et il y a une raison à tout, même si cela ne semble pas le cas à première vue. Profitez, profitez du rire, appréciez l'amour dans un petit geste, profitez de la vie. Au revoir,madame.”
Martín y yo nos quedamos mirando el uno al otro un rato hasta que nos dió la risa. Empezó Martín: ya había comprendido lo sucedido y le parecía muy gracioso. Yo aún sentía vergüenza pero por la necesidad de soltar todo lo que llevaba acumulado de los últimos días, me dejé contagiar por la risa de Martín que le provocaba movimientos involuntarios en todo su cuerpo. Las personas que atendían el lugar nos dejaron reirnos a nuestras anchas. Hasta que ya no pudimos más. La dependienta sujetaba nuestra bolsa de tela con el pan y los pastelillos que Martín no había olvidado pedir. Pasaron algunos minutos hasta que fuimos capaces de recoger la bolsa, pagar y salir a la calle con un espíritu renovado que imprimía esperanza a nuestros pensamientos.